Origen de las ideas espiritistas modernas
V. –Lo que desearía saber, caballero, es el punto
originario de las ideas
espiritistas modernas; ¿Son resultado de una revelación espontánea de
los espíritus o de
una creencia anterior a su existencia? Usted comprenderá la importancia
de mi pregunta
porque, en último caso, podría creerse que la imaginación no es extraña a
semejantes
ideas.
A. K. –Esta pregunta, como usted dice, caballero, es importante bajo
este punto
de vista, aunque sea difícil admitir –suponiendo ya que las ideas
nacieron de una creencia
anticipada- que la imaginación haya podido producir todos los resultados
materialmente
observados. En efecto, si el Espiritismo estuviese fundado en la idea
preconcebida de la
existencia de los espíritus, se podría, con alguna apariencia de razón,
dudar de su
realidad, porque si la causa es una quimera, también deben ser quimeras
las
consecuencias. Pero las cosas no han pasado así.
Observe usted, ante todo, que este proceder sería completamente ilógico.
Los
espíritus son una causa y no un efecto. Cuando se nota un efecto, puede
inquirirse su
causa, pero no es natural imaginar una causa antes de haber visto los
efectos. No se podía,
pues concebir la idea de los espíritus si no se hubiesen presentado
ciertos efectos, que
encontraban probable explicación en la existencia de seres invisibles.
Pues probable
explicación en la existencia de seres invisibles. Pues bien, ni de este
modo fue sugerido semejante pensamiento, es decir, que no fue una
hipótesis imaginada para explicar ciertos
fenómenos. La primera suposición que se hizo fue la de que la causa era
material. Así
pues, lejos de haber sido los espíritus una idea preconcebida, se partió
del punto de vista
materialista. Pero no siendo esto bastante para explicarlo todo, la
observación, y sólo la
observación, condujo a la causa espiritual. Hablo de las ideas
espiritistas modernas,
porque ya sabemos que esta creencia es tan antigua como el mundo. He
aquí la evolución
de las cosas.
Se produjeron ciertos fenómenos espontáneos, tales como ruidos extraños,
golpes, movimientos de objetos, etc., sin causa ostensible conocida,
fenómenos que
pudieron ser reproducidos bajo la influencia de ciertas personas. Hasta
entonces nada
autorizaba a buscar otra causa que la acción de un fluido magnético o de
otra naturaleza,
cuyas propiedades nos eran desconocidas. Pero no se tardó en reconocer
en los ruidos y
movimientos un carácter intencional e inteligente, de donde se dedujo,
según tengo
dicho, que: si todo efecto tiene una causa, todo efecto inteligente
tiene una causa
inteligente. Esta inteligencia no podía residir en el objeto mismo,
porque la materia no es
inteligente. ¿Era reflejo de la persona o personas presentes? Al
principio, como también
tengo dicho, se pensó así. Sólo la experiencia podía decidir, y la
experiencia ha
demostrado con pruebas irrecusables, y no en pocas ocasiones, la
completa independencia
de esta inteligencia. Era, pues, independiente del objeto y de la
persona. ¿Quién era? Ella
misma respondió; declaró pertenecer al orden de seres incorpóreos
designados con el
nombre de espíritus. La idea de los espíritus no ha preexistido, pues no
han sido
consecutiva tampoco. En una palabra, no ha salido del cerebro: ha sido
dada por los
mismos espíritus, y ellos son los que nos han enseñado todo lo que
después hemos sabido
sobre ellos.
Revelada la existencia de los espíritus y establecidos los medios de
comunicación, se pudieron tener conversaciones continuadas y reseñas
sobre la
naturaleza de aquellos seres, las condiciones de su existencia y su
misión en el mundo
visible. Si de este modo pudieron ser interrogados los seres del mundo
de los
infinitamente pequeños, ¡Cuántas cosas curiosas no se sabrían acerca de
ellos!
Supongamos que antes del descubrimiento de América hubiese existido un
hilo
eléctrico del Atlántico, y que en el, extremo correspondiente a Europa
se hubiese notado
señales inteligentes, ¿No se hubiese deducido que en el otro extremo
existían seres
inteligentes que procuraban comunicarse? Se les hubiera preguntado
entonces y ellos
hubieran respondido, adquiriéndose de tal modo la certeza, el
conocimiento de sus
costumbres, de sus hábitos y de su manera de ser, sin nunca haberlos
visto. Otro tanto ha
sucedido con las relaciones del mundo invisible: las manifestaciones
materiales han sido
como señales, como advertencias que nos han manifestado comunicaciones
más regulares
y más seguidas. Y, cosa notable, a medida que hemos tenido a nuestro
alcance medios
más fáciles de comunicación, los espíritus abandonan los primitivos,
insuficientes e
incómodos, como el mudo que recobra la palabra renuncia al lenguaje de
los signos.
¿Quiénes eran los habitantes de ese mundo? ¿Eran seres excepcionales,
fuera de
la humanidad? ¿Buenos o malos? También la experiencia se encargó de
resolver estas
cuestiones, pero hasta que numerosas observaciones hicieron luz sobre
este asunto, estuvo
abierto al campo de las conjeturas y de los sistemas, y bien sabe Dios
que no faltaron.
Unos vieron espíritus superiores en todos, otros sólo demonios. Por sus
palabras y por sus
actos podía juzgárseles. Supongamos que de los habitantes trasatlánticos
desconocidos de
que hemos hablado, hubiesen dicho los unos muy buenas cosas, mientras
que otros se
hubiesen hecho notar por el cinismo de su lenguaje, hubiérase deducido
sin duda que los
había entre ellos buenos y malos. Esto es lo que ha sucedido con los
espíritus,
reconociéndose entre los mismos todos los grados de bondad y de maldad,
de ignorancia
y de ciencia. Instruidos a cerca de los defectos y excelencias de
aquéllos, nos correspondía
a nosotros separar lo bueno de lo malo, lo verdadero de lo falso, en las
relaciones que con
ellos mantuviésemos, lo mismo que hacemos con los hombres.
No sólo nos ha esclarecido la observación sobre las cualidades de los
espíritus,
sino que también sobre su naturaleza y sobre los que pudiéramos llamar
su estado
fisiológico. Se supo por ellos mismos que los unos eran muy venturosos, y
muy
desgraciados los otros; que no son excepcionales, ni de distinta
naturaleza, sino que son
las mismas almas de los que han vivido en la Tierra, en la que dejaron
su envoltura
corporal; que pueblan los espacios, nos rodean e incesantemente se
codean con nosotros,
y entre ellos, pudo cada uno reconocer por señales incontestables a sus
parientes, amigos
y conocidos de la Tierra. Se les pudo seguir en todas las fases de su
existencia de
ultratumba, desde el instante en que abandonan el cuerpo, y observar sus
situación según
su género de muerte y el modo como habían vivido en la Tierra. Se supo
por fin que no
eran seres abstractos, inmateriales en el sentido absoluto de la
palabra: que tienen una
envoltura a la que damos en nombre de periespíritu, especie de cuerpo
fluídico, vaporoso,
diáfano, visible en estado normal, pero que, en ciertos casos y por un
especie de
condensación o disposición molecular, pueden hacerse visibles y hasta
tangibles
momentáneamente, y así se explicó el fenómeno de las apariciones y de
los contactos.
Esta envoltura existe durante la vida del cuerpo: es el lazo entre el
espíritu y la
materia. Muerto el cuerpo, el alma o el Espíritu, que es lo mismo, no se
despoja más que
de la envoltura grosera, conservando la otra como cuando nos quitamos
una pieza
sobrepuesta para conservar la interior, como el germen del fruto se
despoja de la
envoltura cortical, conservando únicamente el periespermo. Esta
envoltura semimaterial
del Espíritu es el agente de los diferentes fenómenos, por cuyo medio
manifiestan su
presencia.
Así es, caballero, en pocas palabras, la historia del Espiritismo. Ya ve
usted, y
aún mejor lo reconocerá cuando lo estudie con profundidad, que todo es
en el
Espiritismo el resultado de la observación, y no de un sistema
preconcebido.