Oposición de la ciencia
V. –Usted, según dice, se apoya en los hechos, pero le
oponen la opinión de los
sabios que los niegan, o que los explican de distinta manera. ¿Por qué
no se han ocupado
ellos del fenómeno de las mesas giratorias? Si en el hubiesen visto algo
serio, me parece
que se hubiesen guardado de descuidar tan extraordinarios hechos, y
menos aún
rechazarlos con desdén, mientras que todos están en contra de usted. ¿No
son los sabios
la antorcha de las naciones, y no es su deber el de difundir la luz?
¿Cómo quiere usted
que la hubiesen apagado, presentándoseles tan buena ocasión de revelar
al mundo una
nueva fuerza?
A. K. –Usted acaba de trazar de un modo admirable el deber de los
sabios.
Lástima que lo hayan olvidado más de una vez. Pero antes de contestar a
esta juiciosa
observación, debo rectificar un grave error en que ha incurrido usted,
diciendo que todos
los sabios están en contra de nosotros.
Como he dicho antes, el Espiritismo hace sus prosélitos precisamente en
la clase
ilustrada, y en todos los países del mundo: cuenta con un gran número de
ellos entre los
médicos, de todas las naciones, y los médicos son hombres de ciencia,
los magistrados, los
profesores, los artistas, los literatos, los militares, los altos
funcionarios, los eclesiásticos,
etc., que se acogen a su bandera son personas a las cuales no puede
negarse cierta dosis de
ilustración, puesto que no solamente hay sabios en la ciencia oficial y
en las corporaciones
constituidas. El hecho de que el Espiritismo no tenga un derecho de
ciudadanía en la
ciencia oficial, ¿Es motivo para condenarle? Si la ciencia jamás se
hubiese engañado, su
opinión podría pesar en la balanza; pero desgraciadamente, la
experiencia prueba lo
contrario. ¿No ha rechazado como quimeras una multitud de
descubrimientos que, más
tarde, han ilustrado la memoria de sus autores? El verse privada Francia
de la iniciativa
del vapor, ¿No está relacionada con la primera de nuestras corporaciones
sabias? Cuando
Fulton vino al campo de Bolonia a presentar su sistema a Napoleón I,
quien recomendó
su examen inmediato al Instituto, ¿No dijo éste que semejante sistema
era un sueño
impracticable, y que no había lugar para ocuparse de él? ¿Ha de
concluirse de aquí que los
miembros del Instituto son ignorantes? ¿Justifica esto los epítetos
triviales que se
complacen ciertas personas en prodigarles? Seguramente que no, y ninguna
persona
sensata deja de hacer justicia a su eminente saber, reconociendo, sin
embargo, que no
son infalibles, y que su juicio no es decisivo, sobre todo en cuanto a
ideas nuevas.
V. –Enhorabuena, convengo en que no son infalibles. Pero no es menos
cierto
que, a causa de su saber, su opinión vale algo, y que si usted los
tuviese a favor suyo, daría
esto mucho prestigio a su sistema.
A. K. –También admitirá usted que nadie es buen juez más que en los
asuntos
de su competencia. Si quisiera usted edificar una casa, ¿Se dirigiría a
un médico? Si
estuviese malo, ¿Se haría cuidar por un arquitecto? Si tuviese un
pleito, ¿Tomaría parecer
de un bailarín? En fin, si tratase de una cuestión de teología, ¿La
haría usted resolver por
un químico o por un astrónomo? No, a cada uno lo suyo. Las ciencias
vulgares descansan
sobre las propiedades de la materia que puede manipularse a nuestro
antojo; los
fenómenos que la materia produce tienen por agentes fuerzas materiales.
Los fenómenos del Espiritismo tienen por agentes inteligencias
independientes, dotadas de libre albedrío,
y no sometidas a nuestro capricho. De este modo se sustraen a nuestro
procedimiento de
laboratorio y a nuestros cálculos, y por tanto, no son del dominio de la
ciencia
propiamente dicha.
Las ciencia, pues, se ha extraviado cuando ha querido experimentar a los
espíritus como con una pila voltaica. Ha fracasado, y así debía suceder,
porque operaba
obedeciendo a una analogía que no existe, y luego, sin tomarse mayor
trabajo, ha
proferido la negativa: juicio temerario, que el tiempo se encarga de
reformar cada día,
como ha reformado muchos otros, y los que lo han pronunciado pasarán por
la vergüenza
de haberse revelado, harto ligeramente, contra la potencia infinita del
Creador.
Las corporaciones sabias no tienen, ni tendrán nunca que decidirse en
esta
cuestión. No es de su incumbencia, como no lo es determinar si Dios
existe, siendo por
consiguiente erróneo el querer hacerlas jueces. El Espiritismo es una
cuestión de creencia
personal que no puede depender del voto de una asamblea, porque, aunque
le fuese
favorable, no puede forzar las conciencias. Cuando la opinión pública se
haya formado
sobre este particular, los sabios, como individuos, lo aceptarán,
obedeciendo a la fuerza de
las cosas. Deje que pase una generación, y con ella, las preocupaciones
del amor propio
que se subleva, y verá usted que sucede con el Espiritismo lo que con
otras verdades que
se han combatido, acerca de las cuales sería actualmente ridícula la
duda. Hoy se trata de
locos a los creyentes, mañana los locos serán los incrédulos, al igual
como en otro tiempo
se trataba de locos a los que creían en el movimiento de la Tierra.
Pero todos los sabios no han emitido el mismo juicio, y entiendo por
sabios los
hombres de estudio y de ciencia, con o sin título oficial. Muchos han
hecho el
razonamiento siguiente:
“No hay efecto sin causa y los más vulgares efectos pueden conducirnos a
los
más graves problemas. Si Newton hubiese despreciado la caída de la
manzana; si Galvani
hubiese rechazado a su criada tratándola de loca y visionaria, cuando le
hablaba de las
ranas que bailan en el plato, quizá estaríamos aún sin conocer la
admirable ley de la
gravitación universal y las fecundas propiedades de la pila. El fenómeno
que se conoce
con el nombre burlesco de danza de las mesas, no es más ridículo que el
de la danza de las
ranas, y quizá encierra también alguno de esos secretos de la Naturaleza
que revolucionan
a la humanidad cuando se tiene la clave de ello”
Se ha dicho además: “Puesto que tantas personas se ocupan de él, puesto
que
hombres serios lo han estudiado, preciso es que haya algo en todo eso:
una ilusión, una
moda si se quiere, no puede tener ese carácter de generalidad. Puede
seducir a un círculo,
a un corrillo, pero no pasear el mundo entero. Guardémonos, pues, de
negar la
posibilidad de lo que no comprendemos, no sea que tarde o temprano
recibamos un
mentís poco favorable a nuestra perspicacia”.
V. –Perfectamente; he aquí un sabio que razona con sabiduría y
prudencia, y yo,
sin serlo, pienso como él. Pero observe usted que nada afirma: duda,
duda únicamente,
¿Y sobre qué basar la creencia en la existencia de los espíritus y,
sobre todo, la posibilidad
de comunicarse con ellos?
A. K. –Esta creencia se apoya en los razonamientos y en hechos. Yo mismo
lo la
adopté hasta después de haberla examinado detenidamente. Habiendo
adquirido en el
estudio de las ciencias exactas costumbres positivas, he sondeado y
escudriñado esta
nueva ciencia en sus más ocultos repliegues; he querido darme cuenta de
todo: porque no
acepto una idea hasta no conocer el porqué y cómo de la misma. He aquí
el razonamiento
que me hacía un ilustre médico, incrédulo en otro tiempo y hoy adepto
ferviente:
ALLAN KARDEC
21
“Se dice que se comunica seres invisibles; y, ¿Por qué no? Antes de la
invención
del microscopio, ¿Sospechábamos la existencia de esos millares de
animalitos que tantos
trastornos causan en nuestro cuerpo? ¿Dónde está la imposibilidad
material de que haya
en el espacio seres inaccesibles a nuestros sentidos? ¿Tendremos acaso
la ridícula
pretensión de saberlo todo y decir a Dios que nada más puede enseñarnos
ya? Si esos
seres invisibles que nos rodean son inteligentes, ¿Por qué no han de
comunicarse con
nosotros? Si están en relación con los hombres, deben desempeñar un
papel en el destino
y en los acontecimientos. ¿Quién sabe? Acaso constituyen uno de los
poderes de la
Naturaleza, una de esas fuerzas ocultas que nosotros no sospechamos.
¡Qué nuevo
horizonte ofrece todo eso al pensamiento! ¡Qué vasto campo de
observaciones! El
descubrimiento del mundo de los invisibles sería muy distinto del de los
infinitamente
pequeños; más que un descubrimiento, sería una revolución en las ideas.
¡Cuántas cosas
misteriosas explicaría! Los que en ellos creen son puestos en ridículo,
¿Pero qué prueba
esto? ¿No ha sucedido lo mismo con todos los grandes descubrimientos?
¿No se rechazó a
Cristóbal Colón, saciándole de disgustos y tratándole de insensato?
Semejantes ideas, se
dice, son tan extrañas que no pueden admitirse; pero el que hubiese
afirmado, hace
medio siglo únicamente, que en algunos minutos podría establecerse
correspondencia del
uno al otro extremo del mundo; que en algunas horas se podría atravesar
Francia; que
con el humo de un poco de agua hirviendo caminaría un buque a pesar del
viento de
proa; que se sacarían del agua los medios de alumbrarse y calentarse;
que podría
iluminarse París en un instante con un solo receptáculo de una sustancia
invisible; al que
todo o algo de esto hubiese afirmado, repito, ¿No se le hubieran reído a
carcajadas? ¿Y es
por ventura más prodigioso que esté poblado el espacio de seres
inteligentes que, después
de haber vivido en la Tierra, han dejado la envoltura material? ¿No se
encuentra en este
hecho la explicación de una multitud de creencias que se refieren a la
más remota
antigüedad? Semejantes cosas vale la pena de que las profundicemos”.
He aquí las reflexiones de un sabio, pero de un sabio sin pretensiones;
palabras
que son también las de una multitud de hombres ilustrados. Han visto, no
superficialmente y con prevención; han estudiado seriamente y sin estar
prevenidos en
contra, han tenido la modestia de no decir: no lo comprendo, luego no es
cierto; han
formado su convicción por medio de la observación y el razonamiento. Si
esas ideas
hubiesen sido quiméricas, ¿Cree usted que semejantes hombres las
hubiesen adoptado?
¿Qué por tanto tiempo hubieran sido juguete de una ilusión?
No hay, pues, imposibilidad material de que existan seres invisibles
para
nosotros y de que pueblen el espacio; consideración que por sí sola
debiera inducir a
mayor circunspección. ¿Quién en otro tiempo hubiese pensado que una gota
de agua
clara encierra millares de seres, cuya pequeñez confunde nuestra
imaginación? Pues digo
que más difícil era a la razón el concebir seres provistos de tan
diminutos órganos y
funciones como nosotros, que admitir lo que llamamos espíritus.
V. –Sin duda alguna, pero de la posibilidad de que exista una cosa, no
se
deduce que realmente exista.
A. K. –De acuerdo; pero usted convendrá en que desde el momento en que
no
es imposible, se ha dado un gran paso, porque nada en ella repugna a la
razón. Resta,
pues, evidenciarla por la observación de los hechos, observación que no
es nueva.
La historia, tanto sagrada como profana, prueba la antigüedad y la
universalidad
de esta creencia, que se ha perpetuado a través de todas las vicisitudes
del mundo, y que,
en estado de ideas innatas e intuitivas se encuentran grabada en el
pensamiento de los
pueblos más salvajes, así como la del Ser Supremo y la de la vida
futura. El Espiritismo no es, pues, de creación moderna ni mucho menos;
todo prueba que los antiguos lo
conocían tan bien o quizá mejor que nosotros, con la única diferencia de
que se enseñaba
mediante ciertas precauciones misteriosas que lo hacían inaccesibles al
vulgo,
abandonando intencionalmente en el lodazal de la superstición.
Con respecto a los hechos, son de dos naturalezas: los unos espontáneos,
y
provocados los otros. Entre los primeros, debemos colocar las visiones y
apariciones, que
son muy frecuentes; los ruidos, alborotos y perturbaciones de objetos
sin causa material, y
multitud de efectos insólitos que se catalogaban como sobrenaturales, y
que hoy nos
parecen sencillos. Porque, para nosotros, nada hay sobrenatural, ya que
todo entra en las
leyes inmutables de la Naturaleza. Los hechos provocados son los
obtenidos con el auxilio
de los médiums.