Señores y apreciados hermanos espíritas:
No sois escolares en Espiritismo. Hoy colocaré de lado, pues, las cuestiones prácticas sobre las cuales, debo reconocer, estáis suficientemente esclarecidos, para enfocar el problema con una perspectiva más amplia, pero, por encima de todo, en sus consecuencias. Este aspecto del asunto es grave, el más grave, indudablemente, puesto que revela el objetivo hacia el cual se orienta la Doctrina Espírita y los medios para alcanzarlo. Tal vez seré un poco extenso, pues el tema es vasto, aunque restaría todavía mucho por decir para completarlo. Es por esa razón que solicitaré vuestra indulgencia, considerando que, pudiendo permanecer un tiempo muy limitado entre vosotros, me veo obligado a expresar de una sola vez lo que en otras circunstancias podría haber dividido en varias partes.
Antes de abordar el punto principal del asunto, creo un deber examinarlo desde un ángulo que es, en cierta manera, personal. Si se tratase solamente de una cuestión individual, seguramente otra sería mi actitud. Entretanto, ella está ligada a varios aspectos de carácter general y de ello puede resultar un esclarecimiento provechoso para todos. Ese fue el motivo que me llevó a optar por tal iniciativa, aprovechando así la ocasión para explicar la causa de ciertos antagonismos con que nos encontramos, no sin cierto espanto, en nuestro camino.
En el estado actual de las cosas aquí en la Tierra, ¿cuál es el hombre que no tiene enemigos? Para no tenerlos sería preciso no habitar aquí, pues ello es una consecuencia de la inferioridad de nuestro planeta y de su condición de mundo de expiación. ¿Bastaría, para no encuadrarnos en esa situación, practicar el bien? ¡No! Ahí está Cristo para probarlo. Si el mismo Cristo, pues, la bondad por excelencia, sirvió de blanco a todo cuanto la maldad puede imaginar, ¿cómo habremos de extrañarnos por el hecho de que lo mismo suceda a quienes valen ciento de veces menos?
El hombre que practica el bien -esto dicho como hipótesis general- debe, pues, prepararse para ser herido por la ingratitud y tener contra él a aquellos que, no practicándolo, son envidiosos de la estima concedida a los que lo practican. Aquéllos, no sintiéndose dotados de fuerza para elevarse, procuran rebajar a los demás hasta su nivel, se obstinan en anularlos con la maledicencia y la calumnia y se ofuscan con sus actitudes.
Se oye decir constantemente que la ingratitud con que somos pagos endurece nuestro corazón y nos torna egoístas. Hablar así es probar que se tiene el corazón con predisposición para ser endurecido, dado que ese temor no podría detener al hombre verdaderamente bueno. El reconocimiento es ya una remuneración por el bien que se hizo; practicarlo teniendo en miras esa remuneración, es hacerlo por interés. Por otro lado, ¿qué sabemos si aquel que beneficiamos, y del cual nada esperamos, no será estimulado por más elevados sentimientos a un recto proceder? ¡Éste puede ser, tal vez, un medio de llevarlo a reflexionar, de enternecer su alma, de salvarlo! Esta esperanza constituye una noble ambición. Si nos menoscabamos, no realizaremos lo que nos compete hacer.
No podemos, por tanto, suponer que un beneficio, aparentemente estéril en la Tierra, sea para siempre improductivo. Es, muchas veces, una semilla sembrada que no germinará sino en una vida futura de aquel que la recibió. Muchas veces hemos observado a ciertos Espíritus ingratos, como los hay entre los hombres, embargados de emoción en el Espacio por el bien que se les hizo. Y ese recuerdo, despertando en ellos pensamientos benéficos les facilitó el tomar el camino del bien y del arrepentimiento, contribuyendo a abreviarles los sufrimientos. Sólo el Espiritismo podía revelar esta consecuencia de la benevolencia; sólo él está en condiciones de hacer conocer, por las comunicaciones recibidas del Mundo Espiritual, el aspecto caritativo de esta máxima: Un beneficio nunca está perdido, sustituyendo al sentido egoísta que se le atribuye. Mas, volvamos a lo que nos concierne.
Poniendo toda cuestión personal de lado, los enemigos del Espiritismo se sienten mis adversarios naturales. ¡No creáis que me lamento! ¡Lejos de eso! Cuanto mayor es la animosidad de ellos, mejor compruebo la importancia que la Doctrina Espírita asume ante sus ojos. Si se tratase de algo sin consecuencias, una de esas utopías que nacen estériles, no le prestarían atención. ¿No habéis visto escritos -relacionados a la ideología- afectados de un tono de hostilidad que no se encuentra en los míos y cuyas expresiones no son más moderadas que lo atrevido de los pensamientos? ¡Contra ellos, no obstante, no se manifiesta una sola palabra! Igual cosa podría darse si las doctrinas por las que lucho difundiéndolas permaneciesen circunscriptas en las páginas de un libro. Del mismo modo -y que puede parecer más asombroso- tengo adversarios entre los mismos adeptos del Espiritismo. Pues bien, en esta área se hace necesaria una explicación.
Entre quienes adoptan las ideas espíritas existen, como bien sabéis, tres categorías bien distintas:
1ª Los que creen pura y simplemente en los fenómenos, pero que de ellos no deducen ninguna consecuencia moral;
2ª Los que perciben el alcance moral de los mismos, mas no lo aplican con los demás ni con ellos mismos; y
3ª Los que aceptan personalmente todas las consecuencias de la Doctrina y la ponen en práctica, es decir, se esfuerzan por vivir su moral.
Éstos, como bien lo comprendéis, son los espíritas practicantes o verdaderos espiritas. Esta distinción es importante, puesto que bien explica las anomalías aparentes. Sin ella sería difícil comprender las actitudes de determinadas personas. Pero bueno, ¿qué preceptúa esa moral? Amaos los unos a los otros; perdonad a vuestros enemigos; no tengáis ira, ni rencor, ni animosidad, ni envidia, ni orgullo, ni egoísmo; sed severos con vosotros mismos e indulgentes para con los demás. Tales deben ser los sentimientos del verdadero espírita, de aquel que se atiene al fondo y no a la forma, del que coloca al espíritu por encima de la materia. Éste puede tener enemigos, mas no es enemigo de nadie, puesto que no desea el mal de persona alguna, sea quien fuere, y con mayor razón, tampoco procura hacer mal a ninguno.
Éste, señores, como veis, es un principio general del cual toda persona puede extraer un beneficio. Si tengo enemigos, pues, ellos no pueden ser tenidos en la categoría de espíritas, puesto que, admitiendo que tuviesen motivos legítimos de queja contra mí, cosa que me esfuerzo por evitar, esa no sería una razón para odiarme, más cuando nunca les he hecho ningún mal. El Espiritismo tiene por divisa: Fuera de la caridad no hay salvación, lo que equivale a decir: Fuera de la caridad no puede haber verdadero espírita. Os solicito inscribir, de aquí en adelante, esta divisa en vuestras banderas, dado que ella resume al mismo tiempo la finalidad del Espiritismo y el deber que él impone.
Estando reconocido que no se puede ser un buen espírita con sentimientos de rencor en el corazón, yo me alegro de contar sólo como amigos a los auténticos espíritas, puesto que si yo tengo defectos ellos sabrán disculpármelos. Seguidamente veremos a qué vastas y fructíferas consecuencias conduce este principio.
En primer lugar, examinaremos las causas que pueden excitar ciertas animosidades.
Desde que comenzaron las primeras manifestaciones de los Espíritus, algunas personas vieron en ellas un medio de especulación, una nueva mina para ser explotada. Si esta idea hubiese seguido su curso, habríamos visto pulular por todas partes a médiums y seudo médiums, ofreciendo consultas a un determinado precio por sesión. Los periódicos contarían con gran cantidad de esos anuncios. Los médiums se habrían convertido en decidores de la suerte y el Espiritismo se habría ubicado en la misma línea de la adivinación, de la cartomancia, de la necromancia, etcétera. Ante tal desconcierto, ¿cómo podría el público diferenciar la verdad de la mentira? Poner al Espiritismo a salvo en medio de tal confusión, no sería cosa fácil. Fue imperioso impedir que él se encaminara por esa vía funesta. Era preciso cortar por la raíz un mal que lo habría atrasado por más de un siglo. Fue lo que me esforcé en hacer, demostrando desde el principio el carácter grave y sublime de esta nueva ciencia, haciéndola salir del camino exclusivamente experimental para hacerla penetrar en el de la filosofía y la moral, revelando, finalmente, la profanación que sería explotar el alma de los muertos, al tiempo que cubrimos sus despojos con el mayor respeto. De ese modo, señalando los inevitables abusos que resultarían de semejante estado de cosas, contribuí -y de eso me congratulo- para que no se llegara al descrédito y la explotación pública del Espiritismo, poniéndolo a la consideración, en cambio, como algo venerable y digno de respeto.
Creo haber prestado con ello algún servicio a la causa, y si no hubiese actuado de tal forma, ¿de qué me podría alegrar? Gracias a Dios mis esfuerzos fueron coronados por el éxito, no solamente en Francia, sino también en el extranjero, y puedo decir que los médiums profesionales son hoy raras excepciones en Europa. Donde sea que mis obras penetraron y sirven de guía, el Espiritismo es visto en su genuino aspecto, esto es, en su carácter esencialmente moral. Por todas partes los médiums sinceros y desinteresados que comprenden la responsabilidad de su misión, se ven rodeados de la consideración que les es debida, cualquiera sea su posición social. Y esa consideración crece en sentido paralelo con el mayor desinterés.
No pretendo decir que entre los médiums profesionales no existan muchos que sean honestos y dignos de consideración. Pero la experiencia ha demostrado a mí y a muchos otros, que el interés es un poderoso estimulante del fraude, puesto que tiene por miras el lucro; y si los Espíritus no colaboran -lo que frecuentemente ocurre, puesto que no están para satisfacer nuestros caprichos- la astucia, fecunda en estos trances, encuentra con facilidad un medio de suplirlos. Para uno que actúe con lealtad, habrá cientos dispuestos al abuso, lo que afectará la reputación del Espiritismo. Por otro lado, nuestros adversarios no descuidarán el explotar en provecho de sus críticas los fraudes que pudieran comprobar, concluyendo con ello que todo en el Espiritismo es falsedad y que urge, por tanto, oponerse a ese nuevo género de engaño. En vano se podrá decir que la Doctrina no es responsable de tales abusos. Bien conocéis el proverbio: "Cuando se desea matar al perro, se dice que está rabioso".
Qué respuesta más oportuna podría darse a una acusación de mixtificación que decir: "¿Quién os invitó a venir? ¿Cuánto pagasteis para entrar?" Aquel que paga quiere ser servido; exige una retribución por su dinero; si no le es dado lo que espera, tiene el derecho de reclamar. Pues bien, para evitar esa reclamación se trata de satisfacerlo por cualquier medio. De ahí el abuso, pero el abuso que amenaza convertirse en regla en vez de una excepción. ¡Por ello la necesidad de combatirlo! Ahora que tenemos una opinión a este respecto, el peligro es de temer sólo con los inexpertos. A quienes se quejaren, pues, de haber sido engañados o de no haber obtenido las respuestas que deseaban, podemos decirles: "Si hubieseis estudiado el Espiritismo, sabríais en qué condiciones él puede ser experimentado con provecho; conoceríais cuáles son los legítimos motivos de confianza y de duda y qué es, en suma, lo que puede esperarse de él; no habríais pedido lo que él no puede dar; no hubierais ido a consultar a un médium como a un cartomántico para pedirle a los Espíritus revelaciones, consejos sobre herencias, descubrimientos de tesoros y otro ciento de cosas semejantes que no son incumbencia del Espiritismo. Si fuisteis engañados, debéis culparos sólo vosotros".
Es evidente que no se puede considerar una explotación la mensualidad que se paga a una sociedad para solventar las expensas de su sostenimiento. De igual manera, la más elemental equidad nos dice que no se puede imponer esa contribución a personas que no disponen de posibilidades financieras o de tiempo para frecuentar con asiduidad como asociados. La especulación consiste en hacer de la situación una industria, atrayendo al primero que fuere, curioso o indiferente, exigiéndole dinero. Una sociedad que así actuase sería tan reprensible, o más aún, que un individuo, y no merecería ninguna confianza. Una institución espírita debe proveer a sus necesidades. Ella debe compartir entre todos sus integrantes los gastos y nunca cargarlos sobre uno solo; esto es justo, y con este criterio no existe ni explotación ni especulación. En cambio, el caso sería muy distinto si el primero que se presentase pudiese adquirir el derecho de entrada por medio de un pago, pues esto sería desnaturalizar la finalidad esencialmente moral e instructiva de las reuniones de este género, haciendo de ellas un espectáculo para curiosos.
En cuanto a los médiums, éstos se multiplican de tal modo que los profesionales serían, hoy en día, considerados superfluos.
Tales son, señores, las ideas que me esforcé por hacer prevalecer, motivo por el cual me siento feliz por el hecho de haber obtenido éxito mucho más fácilmente de lo que había pensado. Pero comprendí, también, que aquellos a quienes frustré en sus esperanzas no son mis amigos. Estamos, pues, en presencia de un grupo que no me puede ver con buenos ojos, lo cual, convengamos, poco me inquieta. Si nunca la explotación del Espiritismo se la intentó introducir en vuestra ciudad, yo os invito a renegar de esa nueva industria a fin de no comprometeros brindándole vuestro apoyo y para que las censuras que se originaran no vayan a caer sobre la pureza de la Doctrina.
Junto a la especulación material existe aquella otra a la cual podríamos llamar especulación moral, esto es, la satisfacción del orgullo, del amor propio. Es el caso de quienes intentan, al margen de todo interés pecuniario, hacer del Espiritismo un pedestal honorífico para colocarse en evidencia. A éstos muy poco los favorecí en mis escritos, y mis consejos, por otro lado, desvirtuaron más de un intento premeditado y calculista, probando que las cualidades del verdadero espirita son la abnegación y la humildad, conforme a la máxima de Cristo: "Quien se exalta será humillado". Éstos son los que integran el segundo grupo que, igualmente, tampoco me aprecian. En él se encuentran los portadores de las ambiciones frustradas y de los amores propios resentidos.
En esta clase de personas están las que no me perdonan el hecho de haber logrado éxito. Para ellas, el suceso de mis obras es causa de disgusto y motivo que les hace perder el sueño cuando asisten a los testimonios de simpatía que espontáneamente me son dispensados. Este grupo de envidiosos lo constituyen todos aquellos que, por temperamento, no toleran ver a un hombre elevar un poco la cabeza sin intentar nada por sumergirlo. Otro grupo no menos irascible, seguramente, es el constituido por médiums, no por médiums mercenarios, sino, por el contrario, desinteresados, materialmente hablando. Me refiero a los médiums obsedidos, o mejor dicho, fascinados. Algunas consideraciones a este respecto no dejarán de tener su utilidad. Éstos, por su orgullo, están de tal forma persuadidos de que todo cuanto reciben es sublime y sólo puede provenir de los Espíritus superiores, que se irritan con la menor observación crítica, al punto de enemistarse con sus amigos cuando éstos manifiestan la inhabilidad de no admirar lo que les parece absurdo. En esto reside la prueba de la mala influencia que los domina, puesto que, suponiéndose que por falta de capacidad de juzgar o de conocimiento no estuviesen sus críticos en condiciones de percibir claramente, esto no puede constituir un motivo para tener prevención respecto a ellos, que no se hallan en su misma posición. Pues bien, esa es la tarea de los Espíritus obsesores, los cuales, para mantener mejor al médium bajo su dependencia, lo inducen al alejamiento y rechazo de toda persona que esté en condiciones de abrirle los ojos.
Existen también los dotados de una susceptibilidad que linda con el exceso. Se molestan hasta con los más insignificantes detalles, como ser: por el lugar que se les destina en las reuniones, si éste no es de relevancia, así como por el orden establecido para el examen de las comunicaciones que recibieron o por el hecho de negarse la lectura de una de aquéllas, cuyo tema no fue considerado oportuno para el momento. Algunos se fastidian cuando no son invitados a brindar su concurso con asiduidad, otros se disgustan porque el orden de los trabajos no es invertido, de manera de favorecer sus conveniencias. Hay, además, aquellos que les agradaría ser considerados médiums titulares de un grupo o de una sociedad, ser allí los dueños y señores y que sus Espíritus guías sean tomados por árbitros infalibles de todas las cuestiones, etcétera, etcétera... Esos motivos son tan pueriles y tan mezquinos, que ninguno de ellos se anima a confesarlos. Mas no por eso dejan de constituir una fuente de sórdida animosidad que, tarde o temprano, se manifiesta a través de las discordias y los alejamientos. Sin tener razones objetivas que ofrecer por su retiro, muchos, poniendo de lado los escrúpulos, presentan pretextos o alegaciones imaginarias. El hecho de no haber satisfecho jamás las pretensiones de esas personas fue considerado por ellas como un grave error nuestro, o mejor dicho, como un crimen, razón por la cual, naturalmente, me dieron la espalda, gesto ese al cual reaccioné, una vez más -según ellos- erróneamente, no dándoles ninguna importancia. ¡Todo esto es imperdonable! -decían-. ¿Concebiréis esta palabra en los labios de personas que se dicen espíritas? Este es un vocablo que debería ser quitado del léxico espírita.
Esos desagrados los han experimentado, como yo, la mayor parte de los directores de grupos o de sociedades, y a todos yo los invito a tomar mi actitud, esto es, la de no dar importancia a esos médiums que más constituyen un inconveniente que un recurso. En su presencia se está siempre molesto y con el temor de herirlos, hasta con las acciones más simples y candorosas.
Estos inconvenientes fueron antes mayores que ahora. Cuando los médiums eran en menor cantidad que hoy, había que conformarse con aquellos que se disponía. En la actualidad, en cambio, en que ellos se multiplican por todas partes, el obstáculo disminuyó en razón misma de poderse seleccionar, a la vez que por la mayor compenetración de los verdaderos principios de la Doctrina que la generalidad posee.
Dejándose a un lado el grado de la facultad, las cualidades de un buen médium son la modestia, la sencillez y la devoción. Él debe ofrecer su colaboración teniendo por miras el ser útil y no el de satisfacer su vanidad. Nunca debe atenerse a las comunicaciones que recibe, pues de tal manera podría pensarse que hay en ellas algo suyo, algo que tiene interés en defender. Debe aceptar la crítica, e incluso solicitarla, sometiéndose a las advertencias de la mayoría sin intenciones premeditadas. Si lo que recibe es falso, malo o detestable, todo eso es preciso que se le diga sin ningún temor de herirlo, e incluso con la seguridad de que tal cosa no ha de ocurrir. Esos son los médiums verdaderamente útiles a un grupo, con los cuales jamás habrá motivos de desinteligencias, puesto que comprenden muy bien la Doctrina. De igual forma son ellos los que reciben las mejores comunicaciones, dado que no se dejan dominar por los Espíritus orgullosos. Los Espíritus mentirosos no se les acercan, puesto que se reconocen impotentes para poderlos utilizar. En cuanto a los demás, ellos no comprenden la Doctrina o no la quieren comprender.
Seguidamente viene una categoría conformada por personas que jamás están satisfechas. Algunas de ellas consideran que procedo con una extremada celeridad, al paso que otras, con una cierta lentitud. Es como en la fábula El molinero, su hito y el fumento. Los primeros me reprueban el haber formulado principios prematuramente y erigirme en calidad de jefe de una escuela filosófica. Pero ocurre que, dejando de lado la idea espírita, ¿acaso no me correspondería a mí el derecho de arrogarme, como tantos otros, el de ser autor de un sistema filosófico, así fuese éste el más absurdo?
Si mis principios son falsos, ¿por qué no presentan otros que los sustituyan, haciéndolos prevalecer? Ellos, según parece, no son juzgados de irracionales por la generalidad, ya que encuentran adherentes en tan grande número. ¿Pero no será eso, justamente, lo que excita el mal humor de esas personas? Si esos principios no tuviesen partidarios, si fuesen ridículos a partir del primer enunciado, seguramente de ellos ya ni se hablaría.
En cuanto a los otros, a los que afirman que no avanzo lo suficientemente rápido, esos desearían verme lanzado atropelladamente -con buena intención, quiero creer, pues es siempre mejor presuponer lo mejor que lo peor- en un camino en el que no quiero arriesgarme. Sin dejarme influir, pues, por las ideas de unos ni de otros, sigo la ruta que yo mismo me tracé: Tengo un objetivo, lo veo y sé cómo y cuándo lo alcanzaré, no inquietándome los clamores de los que pasan junto a mí.
Creed, señores, ¡las piedras no faltan en mi camino! Paso por encima de ellas, incluso de las más grandes y pesadas. Si se conociese la verdadera causa de ciertas antipatías y de muchos alejamientos, ¡muchas sorpresas recibiríamos!
Además, es preciso que me refiera a las personas que son puestas, con relación a mí, en posiciones falsas, ridículas y comprometedoras, las cuales pretenden justificarse, en última instancia, recurriendo a pequeñas calumnias: Los que esperaban seducirme con sus elogios, creyendo de esta manera poderme llevar a servir sus designios, dándose luego cuenta de la inutilidad de sus maniobras para atraer mi atención; aquellos que no elogié ni estimulé, y que eso esperaban de mí; esos otros, en fin, que no me perdonan el haber adivinado sus intenciones y que son como la serpiente a la que se la pisa. Si todas esas personas estuviesen dispuestas a ubicarse por unos momentos en una posición extraterrena, mirando las cosas desde un punto más alto, comprenderían perfectamente la puerilidad de cuanto les preocupa y no se extrañarían por la poca importancia que a todo eso dan los verdaderos espíritas. Es que el Espiritismo abre horizontes tan vastos que la vida corporal, corta y efímera, se apaga con todas sus vanidades y sus pequeñas intrigas ante lo infinito de la vida espiritual.
Tampoco debo omitir una censura que me fue dirigida: La de no hacer nada para atraer nuevamente junto a mi a personas que se habían alejado. Eso es verdadero, y la reprobación fundamentada. Yo la merezco, pues jamás di un único paso en tal sentido, y aquí están los motivos de mi indiferencia.
Aquellos que se aproximan a mí lo hacen porque eso les conviene; es menos por mi persona que por la simpatía que en ellos despiertan los principios que profeso. Los que se apartan, lo hacen porque no les convengo o porque nuestras maneras de ver las cosas no concuerdan. ¿Por qué, entonces, tendría que contradecirlos, imponiéndome a ellos? Además, honestamente, carezco de tiempo para intentarlo. Es sabido que mis ocupaciones no me permiten el tiempo suficiente para descansar. Por otro lado, por uno que se aleja, hay mil que llegan. Considero un deber dedicarme a éstos, por encima de todo, y eso es lo que hago. ¿Orgullo? ¿Desprecio por los demás? ¡Oh! ¡No! ¡Honestamente, no! Yo no desprecio a nadie y me conduelo de quienes actúan mal, rogando a Dios y a los Espíritus buenos para que hagan nacer en ellos mejores sentimientos. Eso es todo. Si retornan, son siempre recibidos con júbilo. Mas correr a su encuentro, eso no me es posible hacerlo en razón del tiempo que de mí reclaman las personas de buena voluntad, y, además, porque no doy a ciertos individuos la importancia que ellos se atribuyen. Para mí, un hombre es un hombre, ¡nada más! Mido su valor por sus actos, por sus sentimientos, nunca por su posición social. Así pertenezca él a las más altas clases de la sociedad, si procede mal, si es egoísta y negligente en cuanto a su dignidad, ante mis ojos es inferior al trabajador que vive correctamente; y yo aprieto más cordialmente la mano de un hombre humilde cuyo corazón siento vibrar que la de un potentado cuyo pecho está mudo. La primera me trasmite calidez, la segunda frialdad. Hombres de la más alta posición me honran con sus visitas, sin embargo, nunca por causa de ellos, un trabajador quedó postergado para hablar conmigo. Muchas veces, en mi escritorio, el príncipe se sienta junto al obrero. Si aquél se sintiera humillado, simplemente le diría que no es digno de ser espírita. Pero me siento feliz de manifestar que yo los vi, muchas veces, estrechar sus manos fraternalmente, lo que me llevaba a manifestar con el pensamiento: "¡Espiritismo: es este uno de tus milagros; el preanuncio de muchos otros prodigios!"
Tal vez me correspondiera abrir a mí las puertas de la alta sociedad, mas lo cierto es que no he ido jamás a golpear en ellas. Eso me insumiría un tiempo que prefiero emplear más provechosamente. Coloco, en primera instancia, el consuelo que es preciso ofrecer a los que sufren, levantar el ánimo de los caídos, liberar a un hombre de sus pasiones, de la desesperación, del suicidio, ¡detenerlo, tal vez, al borde mismo del crimen! ¿No vale más ésto que los blasones dorados de la nobleza? Guardo millares de cartas que son para mí mucho más valiosas que todas las honras de la Tierra y a las que conservo como verdaderos títulos nobiliarios. Así pues, no os alarméis si no voy en procura de quienes me han dado la espalda.
Tengo adversarios, ¡yo lo sé! Pero el número de ellos no es tan grande como podría hacer suponer lo antedicho. Ellos se encuentran en las categorías que cité, pero son apenas individuos aislados y su número es muy pequeño en comparación con los que desean testimoniarnos su simpatía. Además de eso, jamás consiguieron perturbar mi reposo, como tampoco sus maquinaciones y sus diatribas conmovieron mi ánimo, y debo agregar que esa profunda indiferencia mía y el silencio que opongo a sus ataques no es lo que menos los exaspera. Por más que hagan, jamás lograrán hacerme salir de la moderación y de la regla que tengo por conducta. No podrá decirse que alguna vez haya respondido injuria por injuria. Las personas que me conocen íntimamente pueden decir si en alguna oportunidad los mencioné, como así también si en la misma Sociedad fue formulada alguna palabra o alusión con relación a cualquiera de ellos. Incluso, tampoco por medio de la Revista Espirita respondí a las agresiones que eran dirigidas a mi persona, ¡y Dios sabe que ellas no han faltado!
Por otra parte, ¿de qué vale su maledicencia? ¡De nada! Ni contra la Doctrina ni contra mí. La Doctrina Espírita prueba, con su marcha progresiva, que no tiene nada que temer. En cuanto a mí, no tengo ninguna posición, por lo tanto no hay nada que me pueda ser quitado; no deseo nada ni nada solicito, por consiguiente, nada me puede ser negado. No debo nada a nadie, de tal modo no existe algo que me pueda ser cobrado; no hablo mal de nadie, ni aun de aquellos que lo hacen de mí. De tal manera, entonces, ¿en qué podrían perjudicarme? Es cierto que se me puede atribuir lo que no dije, y eso ya se hizo más de una vez. Pero aquellos que me conocen son capaces de distinguir lo que digo de aquello que no es mi costumbre decir, y agradezco a cuantos, en semejantes circunstancias, supieron responder por mí. Lo que afirmo, estoy dispuesto a repetirlo ante la presencia de quien fuere, y cuando expreso no haber dicho o hecho una cosa, me considero con el derecho de ser creído.
Además, ¿qué representa todo eso frente a los objetivos que nosotros, los espíritas devotos y sinceros, perseguimos unidos tras ese futuro venturoso que se ofrece ante nuestra visión? Creedme, señores, sería preciso considerar como un robo perpetrado contra la grande obra los instantes que perdiésemos preocupados con esas mezquinerías. Por mi parte agradezco a Dios el haberme concedido, ya aquí, en la Tierra, tantas compensaciones morales al precio de tribulaciones tan pasajeras, como la alegría de asistir al triunfo de la Doctrina Espírita.
Os pido perdón, señores, por haberos entretenido tan largo tiempo con asuntos relacionados con mi persona, pero considero útil establecer con nitidez nuestra posición, a fin de que os sea posible saber en quién confiar, conforme a las circunstancias, y para que podáis estar convencidos de que mi línea de conducta está trazada y que de ella nadie me hará desviar. Por lo demás, creo que de estas observaciones -abstracción hecha de mi individualidad- podrán resultar algunas enseñanzas útiles.
Pasemos ahora a otro punto, y veamos el estado en que se encuentra el Espiritismo.