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EL EVANGELIO SEGÚN EL ESPIRITISMO > CAPÍTULO IX - Bienaventurados los mansos y los pacíficos. > INSTRUCCIONES DE LOS ESPÍRITUS > La cólera
La cólera
9. El orgullo os conduce a creeros más de lo que sois, a no poder sufrir una
comparación que pueda rebajaros, a veros, por el contrario, de tal modo por encima de
vuestros hermanos, sea como genio, sea como posición social, sea también como
ventajas personales, que el menor paralelo os irrita y os resiente; ¿y qué sucede entonces? Que os entregáis a
la cólera.
Buscad el origen de esos accesos de demencia pasajera que os asimilan al bruto,
haciéndoos perder la sangre fría y la razón; buscad y encontraréis casi siempre por base
el orgullo resentido. ¿Acaso no es el orgullo resentido por una contradicción el que os
hace desechar las observaciones justas, el que os hace rechazar con cólera los más
sabios consejos? Aun la impaciencia que causan las contrariedades, a menudo pueriles,
son ocasionadas por la importancia que se da a la personalidad ante la cual se cree que
todo debe doblarse.
En su frenesí, el hombre encolerizado la pega con todo, con la naturaleza bruta,
con los objetos inanimados, que rompe porque no le obedecen. ¡Ah! si en esos
momentos pudiera mirarse con sangre fría, se horrorizaría de sí mismo, se contemplaría
muy ridículo! Con esto puede juzgar de la impresión que debe producir a los demás.
Aun cuando no fuese más que por respeto a sí mismo, debería esforzarse en vencer una
inclinación que le hace objeto de piedad.
Si pensase que la cólera no remedia nada, que altera su salud y aun compromete
su vida, vería que es la primera víctima de ella; pero otra consideración debería sobre
todo detenerle, y es la de pensar que hace desgraciados a todos los que le rodean; si
tiene corazón, ¿no es un remordimiento para él hacer sufrir a los seres que más ama? ¡Y
qué sentimiento tan mortal, si en un acceso de arrebato cometiese un acto que tuviera
que reprocharse toda la vida!
En conclusión, la cólera no excluye ciertas cualidades del corazón; pero impide
hacer mucho bien y puede contribuir a que se haga mucho ma!; esto debe bastar para
excitar a que se hagan esfuerzos para dominarla. El espiritista, además, es inducido por
otro motivo, cual es el de que es contraria a la caridad y la humildad cristianas. (Un
Espíritu protector. Bordeaux, 1863).
10. Según la idea muy falsa de que uno no puede reformar su propia naturaleza,
el hombre se cree dispensado de hacer esfuerzos para corregirse de los defectos en los
que se complace voluntariamente, o que exigirían demasiada perseverancia; así es, por
ejemplo, que el hombre inclinado a la cólera se excusa casi siempre con su
temperamento, achaca la falta a su organismo, acusando de este modo a Dios, de sus
propios defectos. Esto es también una consecuencia del orgullo que sc encuentra
mezclado en todas sus imperfecciones.
Sin duda hay temperamentos que se prestan más que otros a los actos violentos,
como hay músculos más flexibles que se prestan mejor a movimientos de fuerza, pero
que no creáis que ésta sea la causa primera de la cólera y estad persuadidos de que un
espíritu pacífico, aun cuando estuviese en un cuerpo bilioso, siempre será pacífico, y que
un espíritu violento, en un cuerpo linfático, no será más dócil; sólo que la violencia tomará
otro carácter, no teniendo un organismo propio para secundar su violencia, la
cólera se concentrará, y en otro caso será expansiva.
El cuerpo no da la cólera al que no la tiene, así como tampoco los otros vicios;
todos los vicios y todas las virtudes son inherentes al espíritu; sin esto, ¿en dónde estaría
el mérito y la responsabilidad? El hombre contrahecho no puede enderezarse porque el
espíritu no toma parte en esto, pero puede modificar lo que es del espíritu cuando tiene
para ello una firme voluntad. ¿No os prueba la experiencia, espiritista, hasta dónde
puede llegar el poder de la voluntad, por las transformaciones verdaderamente
milagrosas que veis operarse? Decid, pues, que "el hombre sólo es vicioso porque quiere
serlo"; pero que el que quiere corregirse, siempre puede hacerlo. De otro modo la ley
del progreso no existiría para el hombre. (Hanhemann. París, 1863).