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EL EVANGELIO SEGÚN EL ESPIRITISMO > CAPÍTULO IX - Bienaventurados los mansos y los pacíficos. > INSTRUCCIONES DE LOS ESPÍRITUS
INSTRUCCIONES DE LOS ESPÍRITUS
La afabilidad y la dulzura
6. La benevolencia para con sus semejantes, fruto del amor al prójimo, produce
la afabilidad y la dulzura que son su manifestación. Sin embargo, no siempre debemos
fiarnos de las apariencias; la educación y las costumbres del mundo pueden dar el barniz
de estas cualidades. ¡Cuántos hay cuya fingida bondad sólo es una máscara para el
exterior, un hábito cuyo corte calculado disimula las deformidades ocultas! El mundo
está lleno de esas gentes que tienen la sonrisa en los labios y el veneno en el corazón;
"que son dulces con tal que nadie les incomode, pero que muerden a la menor
contrariedad; cuya lengua dorada, cuando hablan cara a cara, se cambia en dardo
envenenado cuando están ausentes". A esa clase pertenecen también esos hombres que
son benignos fuera de casa y que dentro, tiranos domésticos, hacen sufrir a su familia y a
sus subordinados el peso de su orgullo y de su despotismo; parece que quieren
desquitarse de la opresión que se impusieron fuera; no atreviéndose a presentarse como
autoridad a los extraños que les reducirían a sus verdaderos límites, quieren a lo menos,
hacerse temer de los que no pueden resistirles; su vanidad consiste en poder decir: "Aquí
yo mando y se me obedece", sin pensar que podrían añadir con mucha más razón: "Y me
aborrecen".
No basta que de los labios salga la miel; si ninguna parte toma el corazón, es ser
hipócrita. Aquel cuya afabilidad y dulzura no son fingidas, no se contradice nunca, y lo
mismo es en el mundo que en la intimidad: sabe, además, que si engaña a los hombres
con las apariencias, no puede engañar a Dios. (Lázaro. París, 1861).
La paciencia
7. El dolor es una bendición que Dios envía a los elegidos; no os aflijáis, pues,
cuando sufrís, sino por el contrario, bendecid a Dios Todopoderoso que os ha señalado
el dolor en la tierra para la gloria en el cielo.
Sed pacientes; la paciencia también es una caridad, y vosotros debéis practicar la
ley de caridad enseñada por Cristo, enviado de Dios. La caridad que consiste en la
limosna que se da a los pobres, es la más fácil de todas: pero hay una mucho más
penosa, y por consecuencia mucho más meritoria: es "la de perdonar a aquellos que
Dios ha colocado a nuestro paso para ser instrumentos de nuestros sufrimientos y poner
nuestra paciencia a prueba".
La vida es difícil, ya lo sé; se compone de mil frioleras que son alfilerazos que
acaban por herir; pero es menester mirar los deberes que se nos han impuesto, los
consuelos y las compensaciones que por otra parte tenemos, y entonces veremos que las
bendiciones son mucho más numerosas que los dolores. La carga parece menos pesada
cuando miramos a la altura que cuando doblamos la frente hacia el suelo.
Animo, amigos, Cristo es vuestro modelo; sufrió más que ninguno de vosotros, y
nada tenía que echarse en cara, mientras que vosotros tenéis que expiar vuestro pasado
y fortificaros para el porvenir. Sed, pues, pacíficos; sed cristianos; esta palabra lo enseña
todo. (Un Espíritu amigo. Havre, 1852).
Obediencia y resignación
8. La doctrina de Jesús enseña por todas partes la obediencia y la
resignación,
dos virtudes compañeras de la dulzura, muy militantes, aunque los
hombres las
confunden sin razón con la negación del sentimiento y de la voluntad.
"La obediencia es
el consentimiento de la razón, y la resignación es el consentimiento del
corazón"; las dos son fuerzas activas, porque llevan la carga de las
pruebas que la
insensata rebeldía vuelve a dejar caer. El cobarde no puede ser
resignado, de la misma
manera que el orgulloso y el egoísta no pueden ser obedientes. Jesús fué
la encarnación
de estas virtudes, despreciadas por la materialista antigüedad. Llegó el
momento en que
la sociedad romana perecía en el desfallecimiento de la corrupción, y
aquél vino a hacer
brillar en el seno de la humanidad agobiada los triunfos del sacrificio y
del
desprendimiento carnal.
Cada época lleva de este modo el sello de la virtud o del vicio que debe
salvarla
o perderla. La virtud de vuestra generación es la actividad intelectual;
su vicio es la
indiferencia moral. Digo sólo actividad, porque el genio se eleva de
repente y descubre
de una sola ojeada los horizontes que la multitud verá después de él,
mientras que la
actividad es la reunión de los esfuerzos de todos para alcanzar un
objeto menos brillante,
pero que prueba la elevación intelectual de una época. Sometéos al
impulso que venimos
a dar a vuestros espíritus; obedeced a la gran ley del progreso, que es
la palabra de
vuestra generación. ¡Desgraciado el espíritu perezoso cuyo entendimiento
se embota!
¡Desgraciado! porque nosotros, que somos los guias de la humanidad que
marcha, les
daremos con el látigo y forzaremos su voluntad rebelde con el doble
esfuerzo del freno y
la espuela; toda resistencia orgullosa deberá ceder tarde o temprano;
pero felices
aquellos que son humildes, porque prestarán oído dócil a las enseñanzas.
(Lázaro. París,
1863).
La cólera
9. El orgullo os conduce a creeros más de lo que sois, a no poder sufrir una
comparación que pueda rebajaros, a veros, por el contrario, de tal modo por encima de
vuestros hermanos, sea como genio, sea como posición social, sea también como
ventajas personales, que el menor paralelo os irrita y os resiente; ¿y qué sucede entonces? Que os entregáis a
la cólera.
Buscad el origen de esos accesos de demencia pasajera que os asimilan al bruto,
haciéndoos perder la sangre fría y la razón; buscad y encontraréis casi siempre por base
el orgullo resentido. ¿Acaso no es el orgullo resentido por una contradicción el que os
hace desechar las observaciones justas, el que os hace rechazar con cólera los más
sabios consejos? Aun la impaciencia que causan las contrariedades, a menudo pueriles,
son ocasionadas por la importancia que se da a la personalidad ante la cual se cree que
todo debe doblarse.
En su frenesí, el hombre encolerizado la pega con todo, con la naturaleza bruta,
con los objetos inanimados, que rompe porque no le obedecen. ¡Ah! si en esos
momentos pudiera mirarse con sangre fría, se horrorizaría de sí mismo, se contemplaría
muy ridículo! Con esto puede juzgar de la impresión que debe producir a los demás.
Aun cuando no fuese más que por respeto a sí mismo, debería esforzarse en vencer una
inclinación que le hace objeto de piedad.
Si pensase que la cólera no remedia nada, que altera su salud y aun compromete
su vida, vería que es la primera víctima de ella; pero otra consideración debería sobre
todo detenerle, y es la de pensar que hace desgraciados a todos los que le rodean; si
tiene corazón, ¿no es un remordimiento para él hacer sufrir a los seres que más ama? ¡Y
qué sentimiento tan mortal, si en un acceso de arrebato cometiese un acto que tuviera
que reprocharse toda la vida!
En conclusión, la cólera no excluye ciertas cualidades del corazón; pero impide
hacer mucho bien y puede contribuir a que se haga mucho ma!; esto debe bastar para
excitar a que se hagan esfuerzos para dominarla. El espiritista, además, es inducido por
otro motivo, cual es el de que es contraria a la caridad y la humildad cristianas. (Un
Espíritu protector. Bordeaux, 1863).
10. Según la idea muy falsa de que uno no puede reformar su propia naturaleza,
el hombre se cree dispensado de hacer esfuerzos para corregirse de los defectos en los
que se complace voluntariamente, o que exigirían demasiada perseverancia; así es, por
ejemplo, que el hombre inclinado a la cólera se excusa casi siempre con su
temperamento, achaca la falta a su organismo, acusando de este modo a Dios, de sus
propios defectos. Esto es también una consecuencia del orgullo que sc encuentra
mezclado en todas sus imperfecciones.
Sin duda hay temperamentos que se prestan más que otros a los actos violentos,
como hay músculos más flexibles que se prestan mejor a movimientos de fuerza, pero
que no creáis que ésta sea la causa primera de la cólera y estad persuadidos de que un
espíritu pacífico, aun cuando estuviese en un cuerpo bilioso, siempre será pacífico, y que
un espíritu violento, en un cuerpo linfático, no será más dócil; sólo que la violencia tomará
otro carácter, no teniendo un organismo propio para secundar su violencia, la
cólera se concentrará, y en otro caso será expansiva.
El cuerpo no da la cólera al que no la tiene, así como tampoco los otros vicios;
todos los vicios y todas las virtudes son inherentes al espíritu; sin esto, ¿en dónde estaría
el mérito y la responsabilidad? El hombre contrahecho no puede enderezarse porque el
espíritu no toma parte en esto, pero puede modificar lo que es del espíritu cuando tiene
para ello una firme voluntad. ¿No os prueba la experiencia, espiritista, hasta dónde
puede llegar el poder de la voluntad, por las transformaciones verdaderamente
milagrosas que veis operarse? Decid, pues, que "el hombre sólo es vicioso porque quiere
serlo"; pero que el que quiere corregirse, siempre puede hacerlo. De otro modo la ley
del progreso no existiría para el hombre. (Hanhemann. París, 1863).